jueves, 5 de mayo de 2011

Glorioso Zweig

Acabo de terminar de leer otra novela corta de Stefan Zweig: Veinticuatro horas en la vida de una mujer. Un día que puede cambiarlo todo.
Situado en el ambiente burgués del siglo XIX en que las familias pudientes vivían cada época del año en un lugar de Europa y habitaban en lojusos hoteles; Zweig realiza una romántica y elegante crítica de su rigidez moral y vital. Los burgueses habían olvidado la vida y estaban encorsetados por las costumbres. Se habían apartado de la realidad, de la pasión que es nuestra fuerza en la vida. Juzgaban y prejuzgaban, no comprendían, exactamente como nosotros ahora.
Igual que en la ejemplar Madame Bovary, aquí el protagonismo está en manos de la burguesa histérica, que teme, constantemente, caer en la tentación y que es presa de su inconsciente. La pasión es sublimada en términos religiosos de saltidad, la seducción negada. Pero aquí la dama es, finalmente, consciente de la atracción por aquel joven loco por el juego, por el riesgo, que podría haber transformado su vida. Y lo confiesa; se siente avergonzada, siente la necesidad de eliminar de su vida esa mancha, ese interés repentino por todo aquello que en su rígida sociedad estaba prohibido: la desmesura, la escapada, el amanecer con otro cuerpo ajeno a uno al otro lado de la cama. Es esa necesidad de confesión lo que la condena, lo que la oprime. El no poder sacar su verdad de sí, como diría Foucault. Aparentemente, esa puesta en discurso de su deseo, la liberará. Sin embargo, al terminar el libro, sabemos que ella, más que nadie, es presa del poder moral. Ella lo probó y renegó por rechazo, lo cual es más doloroso aún.
Me irrita que me digan que el Werther es una novela de juventud. Que el romanticismo es algo de lo que hay que madurar. Este alegato en favor de la pasión es también un romanticismo que defiendo. Por ambiguo que resulte el final. Zweig no dejó de pertenecer a aquella sociedad y no dejó de ser burgués. Sin embargo, nos permite verlo, vislumbrarlo, leerlo y actualizarlo a nuestros ojos.
Como decía Nietzsche, hemos olvidado la vida, no sabemos vivir el presente, sino el pasado y el futuro, y ese es nuestro error.

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